Lechín en sus memorias

  La profesora caminaba dando trancos bajo los arcos de los corredores de la escuela. Frente a la puerta de la sala de clases donde la esperábamos dijo a las colegas que le salían al encuentro alarmadas con su nerviosismo: «Prepárense: Lechín ha jurado que si el MNR gana las elecciones bombardeará todas las escuelas católicas de Bolivia».

  Tenía el timbre de voz firme y sonoro de sus 20 o 22 años. Esa cualidad le confería ante sus colegas una credibilidad tan grande que al llegar a los oídos de quienes cumplíamos el primer año de clases traía el peso incontestable de un dogma. Era la época en que creer en cuanto salía de la boca de los mayores era un mandamiento. Estábamos en el año 1951 y yo era alumno de la escuela Nuestra Señora del Carmen, en Riberalta.

  Considerada la distancia respecto a la sede del gobierno y a los centros mayores de decisión política en Bolivia, era notable que hasta mi escuela y a un lugar donde la radio recién empezaba a aparecer hubiera llegado con tanto ímpetu, si bien deformada, la imagen de Lechín. En sí mismo, el episodio dice mucho de cómo la figura de este hombre ya se había proyectado sobre todos los rincones del país en la alborada de la segunda mitad del siglo XX. La versión de la maestra me parecería después ridícula y malintencionada, pero entonces me acompañó como un fantasma amenazador durante varias semanas.

  Ese incidente estaba arrinconado en un remoto pasado que volvió de golpe con la lectura de las «Memorias» de Lechín, de Editorial Litexa. Que yo sepa, ninguno de los principales protagonistas del 1952 había abierto sus recuerdos para contar de una manera más o menos organizada sus impresiones del tiempo que les tocó vivir y dirigir Bolivia. Hay que subrayar que quienes recopilaron las memorias de Lechín tuvieron la virtud de imprimirles la agilidad de notas periodísticas ensambladas cronológicamente y lograr que el lector permanezca pegado a ellas hasta el final.

  Pero pese a la relativa extensión de la obra, sus 464 páginas no sacian la ansiedad por saber mucho más de lo que el autor contó a quienes se encargaron de organizar sus recuerdos. Más importante que destacar el apetito mujeriego del personaje, desde su despertar adolescente hasta su impertinente diálogo con la mujer de un embajador en Taipei que oficiaba de traductora, habría sido escucharlo contar por qué no acudió al «telefonazo» (confiesa varias veces que podía haberlo dado, y con éxito) cuando, en retrospectiva, pudo haber cambiado algunos capítulos esenciales de la historia boliviana.

  Como uno de los cuatro aces que llenaron la escena política de Bolivia durante décadas, ciertamente debe saber mucho más de lo que nos cuenta en sus memorias. Por ejemplo, los pormenores del momento en que los mineros, la punta de lanza más afilada del movimiento sindical boliviano, estuvieron dispuestos a donar parte de sus míseros salarios en una actitud heroica para la construcción de hornos de fundición. Sin duda habría sido el paso complementario esencial de la nacionalización de las minas. Pero uno se queda esperando saber qué, quiénes y bajo qué razonamientos o bajo la intermediación de quiénes impidieron ese paso que habría tenido un notable efecto multiplicador en la economía. Sólo para citar un ejemplo al paso, la nueva industria habría forzado a las universidades a formar más y mejores técnicos e ingenieros metalúrgicos y generado un ciclo económico virtuoso. Habría sido un punto de inflexión en el curso de la economía monoproductora de Bolivia. 

  La obra se aproxima a una explicación cuando ofrece cifras (de otros autores) para mostrar cómo -deliberadamente o por incompetencia- se debilitó a la minería nacionalizada, en parte para orientar recursos hacia la búsqueda de petróleo y en parte, a migajas, para desarrollar el oriente. Las citas en la obra son elocuentes. A costa de diversificar la economía se acabó apuñalando a su fuente de sustentación principal. «En Comibol -recuerda- no hubo capital para la preparación de nuevos rajos de estaño ni para la prospección». ¿A dónde se fue el dinero? No lo dice.

  Como es evidente que esa política suicida mantuvo su rumbo en los años siguientes, hay que concluir que la minería nacionalizada aguantó mientras pudo continuar comiendo de su propia carne, de la poca que le habían dejado los «barones». El melancólico final de la minería estatal con las medidas draconianas dictadas por otro gobierno de Paz Estenssoro, 30 años más tarde, cerró un ciclo que en lo económico dejó una tragedia y en lo humano un holocausto que aún ahora aguarda un narrador que lo perpetúe. Estas memorias vuelven a abrir una pregunta que, a estas alturas, al ingresar a un nuevo siglo, suena como un grito: Con la plata, Bolivia no consiguió generar desarrollo económico. Tampoco lo logró con el estaño. ¿Será que lo conseguirá con el tercero y posiblemente el último ciclo, con el gas natural, descubierto inicialmente con inversiones a cuenta gotas con cargo a la minería y luego por las empresas extranjeras que vinieron al país en la última década del siglo pasado?

  Las memorias de Lechín vuelven a evidenciar que el levantamiento general del 9 de abril fue una sorpresa, incluso para quienes conspiraban. Confiesa que incitó a la población a que aplaudiera el golpe de Seleme y admite que fue «rebasado por un pueblo que hizo del golpe una revolución» y que «los dirigentes del MNR no estaban a la altura histórica de la Revolución». Es crucial en la reconstrucción de esa época la cita que el historiador Luis Antezana recoge de Víctor Paz Estenssoro a la prensa argentina y que la obra reproduce: «Supongo que el nuevo gobierno, constituído provisionalmente, adoptará la decisión de convocar a elecciones…» Lechín remata: «Lejos de la mente de Paz Estenssoro estaba la insurrección que sucedía. Si no estaba en la mente de la cúpula emenerrista que había conspirado, menos (aún) en la mente del doctor Paz, a tanta distancia en Buenos Aires».

  Resulta indicador de su relación con Paz Estenssoro el título de «doctor» que le anteponía. Esa relación ,-de parte de Lechín- era cuando menos ambivalente, de respeto y de antagonismo. No puede pensarse de otra forma cuando, al contar su renuncia al Ministerio de Minas, se lo escucha decir: «No lo derrocamos en esa época porque pensábamos que sus vacilaciones eran para evitar que los Estados Unidos nos estrangulen». El distanciamiento político y la enemistad consiguiente se dispararían progresivamente hasta degenerar en la paliza salvaje que le dieron el 6 de agosto de 1964, todavía como vicepresidente, agentes de ese tenebroso sistema que fue Control Político. Este sistema persistió bajo nombres distintos como instrumento de represión de las dictaduras militares y de esa misma copa de crueldad bebieron prácticamente todos sus progenitores.

  En el recorrer de páginas resulta también extraño descubrir la amistad («mi amigo», dice en las primeras páginas) que profesaba hacia Hernan Siles Zuazo, pues comprueba el carácter circunstancial de las amistades basadas en lazos políticos: pocos años más tarde una distancia cósmica separaría a todos los que estuvieron a la cabeza del MNR.

  La nacionalización inconclusa de las minas tuvo un equivalente en la incompleta reforma agraria. Como más del 90 por ciento de lo que se exportaba para refinar era cascajo, el retorno financiero era mínimo. Descontados los aportes para desarrollar la industria petrolera y el oriente y agregada la corrupción a título de crear una «burguesía nacional», no quedaban ni migajas para invertirlas en el agro. Así, la Reforma Agraria nació sin futuro económico.

  La distribución de tierras continuó la desigualdad. Los verdaderos campesinos (unos 600.000) recibieron un promedio de dos hectáreas mientras unos 20.000 recibieron 3.000 per capita, dice el propio Lechín. La reforma agraria fue una liberación relativa. Nadie podría contestar su valor ni la urgencia de abolir ese sistema esclavista que colocaba plantas de durazno, ovejas y campesinos en el mismo nivel. Pero la forma en que se la realizó fue como quitarle las cadenas a los esclavos en un barco dejándolos solos en el mar sin instrumentos de navegación.

  La trascendental medida prometía ayudar a los campesinos a mecanizar sus surcos y producir más. «Nada de esto se produjo», reconoce Lechín. «Al final siguieron siendo pobres como antes del 52». Los gestores de esta reforma ignoraron que ningún proceso se consolida ni evoluciona sin un sólido andamiaje de educación. Desprovistos de horizonte, muchos han acabado agarrándose de lo que mejor les garantiza la subsistencia en su duro sobrevivir: la coca. Ninguna sorpresa causan, entonces, los recientes estallidos de violencia que han tenido a las zonas rurales como centro. Para los campesinos la palabra «progreso» carece de un significado tangible.

  En resumen, las memorias de Lechín son como el contínuo deshojar de una cebolla. Cada página es un repaso doloroso de un período fecundo y frustrante de la historia de Bolivia.

  Controvertido como todo líder, no puede negarse su tenacidad ni su coraje. Lo ví luchar encaramado con su fusil entre los monolitos de la Plaza del Estadio, el 21 de agosto de 1971, en un intento arrojado pero inútil de detener la marcha arrolladora del golpe militar que desembocaría en los siete años del régimen dictatorial del entonces coronel Hugo Banzer. A su lado, estaba otro luchador, de otra estirpe y calibre: Marcelo Quiroga Santa Cruz. 

  Lechín concluye aquí una primera parte de sus memorias. Pero él mismo asegura que vendrán más. Ojalá lleguen y contribuyan a iluminar mejor el conocimiento de una época que partió la historia contemporánea de Bolivia en antes y después y permitió a los bolivianos una visión introspectiva que nunca antes habían tenido. Fue una época que avanzó pródiga en promesas y esperanzas, pero cuyos resultados han sido desproporcionadamente magros.


4 comentarios sobre “Lechín en sus memorias

    Lechín en sus memorias « Mientras tanto, en Santa Cruz escribió:
    septiembre 3, 2008 en 9:33 pm

    […] Lechín en sus memorias […]

    Mario Duran escribió:
    septiembre 7, 2008 en 8:15 am

    gracias. Lechin marco a fuego la historia patria. donde puedo conseguir el libro?
    un saludo desde El Alto.

    Sr. Duran: Imagino que cualquier buena libreria en El Alto, si no lo tiene, puede ordenarlo a Litexa (tel. 277 2631) o a la editora que haya tomado a su cargo las ediciones posteriores del libro. Mi articulo es del 21 de enero de 2001, cuando salio la primer edicion.

    Joaquin Copa R escribió:
    julio 4, 2011 en 4:09 pm

    Yo deseo conseguir el libro: «La hija del cardenal» de Felix Guzonni, aunque sea de segunda mano o policopiado, por favor pueden conseguirme este libro.
    Con este motivo mis saludos.

    Joaquín Copa R.

      haroldolmos respondido:
      julio 5, 2011 en 9:50 am

      Entiendo que el libro está agotado, pero enviaré su mensaje a los editores, a ver si tienen alguna copia y se comujican con Ud. Puede encontrar usados en las librerías que los venden. Otra forma sería un pequeño aviso clasificado. Puedo recomendarle HSreynaldogarcia@hotmail.com

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